El 27 de octubre de 1807, Manuel Godoy, valido del rey de
España Carlos IV de Borbón, y Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses,
firmaban el Tratado de Fontainebleau, por el cual se permitía para ello el paso
de las tropas francesas por territorio español con el pretexto de invadir
Portugal.
Ya sabemos que, aunque la invasión de Portugal sí se llevó a
cabo, Napoleón siguió aumentando la presencia de tropas francesas en suelo
español y, en lugar de continuar transitando hacia Portugal, fueron ocupando,
sin ningún respaldo del Tratado, diversas localidades como Burgos, Salamanca,
Pamplona, San Sebastián, Barcelona o Figueras. En poco tiempo los soldados
franceses acantonados en España ascendían a unos 65 000, que controlaban no
solo las comunicaciones con Portugal, sino también con Madrid, así como la
frontera francesa.
El 17 de marzo de 1808 se produce el Motín de Aranjuez, provocando
la caída de Godoy, la abdicación de Carlos IV. Fernando VII accede al trono de
España mientras Madrid es ocupada por las tropas francesas del mariscal Murat,
que es recibido por Fernando VII como aliado. Napoleón convoca a padre e hijo a
Bayona, y obtiene de ellos la abdicación a su favor, el 5 de mayo de 1808, tras
lo cual cedió la Corona a su hermano José I Bonaparte. Previamente se había
producido el Levantamiento del 2 de mayo en Madrid, dando comienzo a la Guerra
de la Independencia.
En este proceso, las tropas napoleónicas conquistan gran
parte de la España peninsular, pero Canarias, Baleares, Cartagena, Cádiz,
Galicia las colonias americanas y Filipinas no llegaron a ser ocupadas.
En Canarias, donde las noticias sobre la marcha de los
acontecimientos llegan con casi un mes de retraso, se constituye La Laguna
(Tenerife) la Junta Suprema Canaria, como iniciativas para recuperar el
autogobierno, al igual que ocurrió en otras zonas libres de la ocupación
francesa. La Junta estaba liderada por el marqués de Villanueva del Prado, secundado
por el Marqués del Sauzal.
Ante la perspectiva de encontrarse en una España sin Rey, ya
que no se reconocía al José I, y descartada la idea de declararse
independientes ante la falta de un ejército y una armada que defendiesen esa
posible independencia, la Junta barajó varias alternativas, a cada cual más
sorprendente.
La primera fue unirse al Reino de Brasil. Napoleón había
invadido Portugal y la familia Real se había exiliado a su colonia americana.
El principal inconveniente eran los 4.000 km que separan canarias de Brasil. Si
los 1.200 km que distan entre la península y las islas ya era un obstáculo
teniendo en cuenta las comunicaciones de la época, triplicar esa distancia
respecto a la corte era bastante aventurado.
La segunda fue unirse a la joven república de los Estados
Unidos de América. En aquella época los EE. UU. se habían extendido largamente hacia
el Medio Oeste. Ohio, Kentucky o Tennessee ya formaban parte de la Unión y
controlaban los territorios de Michigan, Indiana Mississippi y Luisana (que
habían comparado a los franceses unos años antes). En este caso, a la
dificultad de la distancia se unía la contraposición de intereses de una
sociedad canaria dominada por la nobleza local frente a una república, dominada
por una burguesía pujante.
La tercera opción era unirse a la corona de su majestad
británica. Al fin y al cabo, Inglaterra era el mayor enemigo de Francia que, al
fin ya la cabo, había sido el detonante de este vacío de poder, más bien de
rey, en el archipiélago canario.
Esta opción tenía varias ventajas. Por un lado, existía un
importante flujo comercial de algunas de las islas con Gran Bretaña, por lo que
el interés económico estaba fuera de toda duda, especialmente para los nobles
que se aprovechaban de ese comercio. Por otro lado, Inglaterra contaba con una
potente armada capaz de defender la nueva soberanía de las islas.
Pues dicho y hecho. Se prepararon todos los documentos para
formalizar la unión de las Islas Canarias al Imperio Británico. Se llegó a
barajar incluso la posibilidad de pagar al rey inglés, por aquel entonces Jorge
III, por aceptar los nuevos territorios insulares bajo su corona. Y se mandó un
barco con una legación de la Junta Suprema Canaria para formalizar la anexión.
Pero el destino es un ser caprichoso y quiso que el barco se
hundiese cerca de las costas inglesas, dando al traste con tan intrépida
misión.
Tras este golpe de mala fortuna, una mezcla de acontecimientos
tornó las voluntades de los representantes de la nobleza isleña. Por un lado
los nobles gran canarios enfriaron su apoyo a los nobles tinerfeños que, en el
fondo, lideraban la iniciativa y, por qué no decirlo, el comercio con
Inglaterra. Por otro lado, se empezó a vislumbrar que la resistencia española en
la península, apoyada por las tropas inglesas que desembarcaron por el norte de
Portugal podían dar la vuelta a la tortilla y terminar echando a Napoleón de la
península. Total, que todo quedó como en una anécdota, pero estuvo a punto de
significar un cambio radical en la historia de Canarias.