Traigo hoy al blog parte de un capítulo del libro Homo Deus (Yuval Noah Harari – 2017) titulado Las guerras religiosas humanistas, sobre la lucha del liberalismo, el comunismo y el fascismo durante el siglo XX. Aunque hoy en día parece que el liberalismo ha triunfado sobre el comunismo y el fascismo, estuvo a punto de no ser así. Así, por ejemplo, en 1970, el mundo tenía 130 países independientes, pero solo 30 de ellos eran democracias liberales.
En un principio, las diferencias entre humanismo liberal,
humanismo socialista y humanismo evolutivo parecían bastante frívolas.
Comparadas con la enorme brecha que separaba a todas las sectas humanistas del
cristianismo, el islamismo o el hinduismo, las discusiones entre las diferentes
versiones del humanismo eran insignificantes. Mientras todos estemos de acuerdo
en que Dios está muerto y en que solo la experiencia humana da sentido al
universo, ¿importa en verdad si pensamos que todas las experiencias humanas son
iguales o que algunas son superiores a otras? Pero, a medida que el humanismo
conquistaba el mundo, estos cismas internos fueron agravándose y acabaron
estallando en la más mortífera guerra religiosa de la historia.
En la primera década del siglo XX, la ortodoxia liberal
confiaba aún en su fuerza. Los liberales estaban convencidos de que únicamente
si se concedía a los individuos la máxima libertad para expresarse y seguir los
dictados de su corazón, el mundo gozaría de una paz y una prosperidad sin
precedentes. Puede que tome tiempo desmantelar completamente las trabas de las
jerarquías tradicionales, las religiones oscurantistas y los imperios brutales,
pero cada década aportará nuevas libertades y nuevos logros, y al final
crearemos el paraíso en la Tierra. En los idílicos días de junio de 1914, los
liberales creían que la historia estaba de su parte.
En la Navidad de 1914, los liberales estaban traumatizados
por la guerra, y en las décadas que siguieron, sus ideas se vieron sometidas a
un doble ataque: desde la derecha y desde la izquierda. Los socialistas
argumentaban que el liberalismo era en realidad una hoja de parra para un
sistema despiadado, explotador y racista. En lugar de la tan cacareada «libertad»,
léase «propiedad». La defensa de los derechos del individuo para hacer lo que
considere bueno supone en muchos casos salvaguardar la propiedad y los
privilegios de las clases media y alta. ¿Qué tiene de bueno la libertad para
que uno viva donde quiera cuando no puede pagar el alquiler, estudiar lo que le
interesa, costearse la matrícula, viajar a dónde desea ni comprarse un coche?
Bajo el liberalismo se hizo famoso un chiste: todo el mundo es libre de morirse
de hambre. Lo que era aún peor, al animar a la gente a considerarse individuos
aislados, el liberalismo la separa de los demás miembros de la clase y le
impide unirse contra el sistema que la oprime. Por lo tanto, el liberalismo
perpetúa la desigualdad, y condena a las masas a la pobreza y a la élite a la
alienación.
Mientras el liberalismo se tambaleaba por este puñetazo
desde la izquierda, el humanismo evolutivo golpeó desde la derecha. Racistas y
fascistas culpaban tanto al liberalismo como al socialismo de subvertir la
selección natural y causar la degeneración de la humanidad. Advertían que si a
todos los humanos se les concedía igual valor y las mismas oportunidades
educativas, la selección natural cesaría. Los humanos más adaptados se verían
sumergidos en un océano de mediocridad y, en lugar de evolucionar hacia el
superhombre, la humanidad se extinguiría.
Desde 1914 a 1989, las tres sectas humanistas libraron una
guerra sanguinaria, y al principio el liberalismo sufrió una derrota tras otra.
Los regímenes comunistas y fascistas no solo se adueñaron de numerosos países,
sino que además las ideas liberales fundamentales se presentaron como ingenuas
en el mejor de los casos o bien como rotundamente peligrosas. ¿Solo con dar
libertad a los individuos el mundo gozará de paz y prosperidad? Sí, ya.
La Segunda Guerra Mundial, que en retrospectiva recordamos
como una gran victoria liberal, no lo parecía en absoluto en aquella época. La
guerra se inició como un conflicto entre una poderosa alianza liberal y una
Alemania nazi aislada. (Hasta junio de 1940, incluso la Italia fascista
prefirió jugar a esperar.)
La alianza liberal gozaba de una abrumadora superioridad
numérica y económica. Mientras que en 1940 el PIB alemán era de 387 millones de
dólares, el de los adversarios europeos de Alemania sumaba 631 millones de
dólares (sin incluir el PIB de los dominios de ultramar británicos y de los
imperios francés, holandés y belga.) Aun así, en la primavera de 1940 a
Alemania le bastaron tres meses para asestar un golpe decisivo a la alianza
liberal y ocupar Francia, Países Bajos, Noruega y Dinamarca. El Reino Unido
solo se salvó de una suerte parecida gracias al canal de la Mancha.
Los alemanes fueron derrotados únicamente cuando los países
liberales se aliaron con la Unión Soviética, que se llevó la peor parte del
conflicto y pagó un precio mucho más elevado: 25 millones de ciudadanos
soviéticos murieron en la guerra, en comparación con el medio millón de británicos
y el medio millón de norteamericanos. Buena parte del mérito de derrotar al
nazismo debe concederse al comunismo. Y, al menos a corto plazo, el comunismo
fue también el gran beneficiado por la guerra.
La Unión Soviética entró en la guerra como un paria
comunista aislado. Salió de ella como una de las dos superpotencias globales y
como líder de un bloque internacional en expansión. En 1949, la Europa Oriental
se había convertido en un satélite soviético, el Partido Comunista Chino ganó
la Guerra Civil china, y Estados Unidos estaba atenazado por la histeria
anticomunista. Los movimientos revolucionarios y anticolonialistas de todo el
mundo miraban anhelantes hacia Moscú y Beijing, mientras que el liberalismo
acabó identificándose con los imperios europeos racistas. Cuando estos imperios
se desmoronaron, por lo general fueron sustituidos por dictaduras militares o
por regímenes socialistas, no por democracias liberales. (…)
En 1970, el mundo tenía 130 países independientes, pero solo
30 de ellos eran democracias liberales, y la mayoría estaban situados en el
rincón noroccidental de Europa. La India era el único país importante del
Tercer Mundo que se comprometió con la ruta liberal después de asegurarse su
independencia, pero incluso ella se distanció del bloque occidental y se inclinó
hacia los soviéticos.
En 1975, el campo liberal sufrió la derrota más humillante
de todas: la guerra de Vietnam terminó cuando el David norvietnamita venció al
Goliat norteamericano. En una rápida sucesión, el comunismo se adueñó de
Vietnam del Sur, Laos y Camboya. El 17 de abril de 1975, la capital de Camboya,
Phnom Penh, sucumbió ante los Jemeres Rojos. Dos semanas más tarde, todo el
mundo pudo ver cómo unos helicópteros evacuaban a los últimos yanquis de la
azotea de la Embajada de Estados Unidos en Saigón. Muchos estaban seguros de
que el Imperio norteamericano caía. Antes de que nadie pudiera decir «teoría
del dominó», el 25 de junio Indira Gandhi proclamó el estado de emergencia en
la India, y dio la impresión de que la mayor democracia del mundo iba camino de
convertirse en otra dictadura socialista.
La democracia liberal se parecía cada vez más a un club
exclusivo de ancianos imperialistas blancos que tenían poco que ofrecer al
resto del mundo o incluso a sus propios jóvenes. Washington se presentaba como
el líder del mundo libre, pero la mayoría de sus aliados eran o bien reyes
autoritarios (como el rey Jalid de Arabia Saudita, el rey Hassan de Marruecos y
el sah de Persia) o bien dictadores militares (como los coroneles griegos, el
general Pinochet en Chile, el general Franco en España, el general Park en
Corea del Sur, el general Geisel en Brasil y el generalísimo Chiang Kai-shek en
Taiwán).
A pesar del apoyo de todos estos coroneles y generales,
desde el punto de vista militar, el Pacto de Varsovia tenía una enorme
superioridad numérica sobre la OTAN. Para alcanzar la paridad en armamento
convencional, probablemente los países occidentales tendrían que haber
abandonado la democracia liberal y el mercado libre y haberse convertido en
estados totalitarios en permanente pie de guerra. Únicamente las armas
nucleares salvaron la democracia liberal. La OTAN adoptó la doctrina de la DMA
(destrucción mutua asegurada), según la cual incluso los ataques soviéticos
convencionales tendrían una respuesta en forma de ataque nuclear total. «Si nos
atacáis— amenazaban los liberales—, nos aseguraremos de que nadie salga vivo.»
Detrás de este escudo monstruoso, la democracia liberal y el mercado libre
consiguieron conservar sus últimos bastiones, y los occidentales pudieron gozar
de sexo, drogas y rock and roll, así como de lavadoras, frigoríficos y
televisores. Sin bombas nucleares no habría existido Woodstock, ni los Beatles,
ni supermercados abarrotados. Pero a mediados de la década de 1970, y a pesar
de las armas nucleares, parecía que el futuro pertenecía al socialismo.
Y entonces todo cambió. La democracia liberal salió
arrastrándose del cubo de basura de la historia, se aseó y conquistó el mundo.
El supermercado resultó ser mucho más fuerte que el gulag. La Blitzkrieg empezó
en el sur de Europa, donde los regímenes autoritarios de Grecia, España y
Portugal sucumbieron y dieron paso a gobiernos democráticos. En 1977, Indira
Gandhi puso fin al estado de emergencia en la India al restablecer la
democracia. Durante la década de 1980, las dictaduras militares de Asia
Oriental y América Latina fueron sustituidas por gobiernos democráticos;
algunos ejemplos son Brasil, Argentina, Taiwán y Corea del Sur. En los últimos
años de la década de 1980 y en los primeros de la de 1990, la oleada liberal se
transformó en un verdadero tsunami que barrió al poderoso Imperio soviético y
creó expectativas sobre el inminente final de la historia. Después de décadas
de derrotas y contratiempos, el liberalismo obtuvo una victoria decisiva en la
Guerra Fría, y salió triunfante de las guerras religiosas humanistas, aunque
algo malparado.
Cuando el Imperio soviético implosionó, las democracias
liberales sustituyeron a los regímenes comunistas no solo en la Europa
Oriental, sino también en muchas de las antiguas repúblicas soviéticas, como
los estados bálticos, Ucrania, Georgia y Armenia. Hoy en día, incluso Rusia
pretende ser una democracia. La victoria en la Guerra Fría dio un ímpetu
renovado a la expansión del modelo liberal en otras partes del mundo, muy
especialmente en América Latina, Asia meridional y África. Algunos experimentos
liberales terminaron en lamentables fracasos, pero el número de éxitos es
impresionante. Por ejemplo, Indonesia, Nigeria y Chile habían sido gobernadas por
autócratas militares durante décadas, pero ahora todas son democracias en
activo.
Si un liberal se hubiera quedado dormido en junio de 1914 y
hubiera despertado en junio de 2014, se habría sentido como en casa. La gente
cree de nuevo que si simplemente damos más libertad a los individuos, el mundo
gozará de paz y prosperidad. Todo el siglo XX parece un enorme error. La
humanidad aceleraba en la autopista liberal en el verano de 1914 cuando de
pronto tomó un desvío equivocado y entró en una vía sin salida. Entonces
necesitó ocho décadas y tres horrendas guerras globales para encontrar de nuevo
el camino a la autopista. Por supuesto, estas décadas no fueron un desperdicio
total, pues nos dieron los antibióticos, la energía nuclear y los ordenadores,
así como el feminismo, la descolonización y la libertad sexual. Además, el
propio liberalismo escarmentó con la experiencia, y ahora es menos presuntuoso
que hace un siglo. Ha adoptado varias ideas e instituciones de sus rivales
socialista y fascista, en particular el compromiso de proporcionar a la
población en general servicios de educación, salud y bienestar. Pero el paquete
liberal esencial ha cambiado sorprendentemente poco. El liberalismo sigue
sacralizando las libertades individuales por encima de todo, y todavía cree
firmemente en el votante y el cliente. A principios del siglo XXI, esta parece
la única opción.