viernes, 8 de septiembre de 2023

La lucha del liberalismo, el comunismo y el fascismo durante el siglo XX

Traigo hoy al blog parte de un capítulo del libro Homo Deus (Yuval Noah Harari – 2017) titulado Las guerras religiosas humanistas, sobre la lucha del liberalismo, el comunismo y el fascismo durante el siglo XX. Aunque hoy en día parece que el liberalismo ha triunfado sobre el comunismo y el fascismo, estuvo a punto de no ser así. Así, por ejemplo, en 1970, el mundo tenía 130 países independientes, pero solo 30 de ellos eran democracias liberales.

En un principio, las diferencias entre humanismo liberal, humanismo socialista y humanismo evolutivo parecían bastante frívolas. Comparadas con la enorme brecha que separaba a todas las sectas humanistas del cristianismo, el islamismo o el hinduismo, las discusiones entre las diferentes versiones del humanismo eran insignificantes. Mientras todos estemos de acuerdo en que Dios está muerto y en que solo la experiencia humana da sentido al universo, ¿importa en verdad si pensamos que todas las experiencias humanas son iguales o que algunas son superiores a otras? Pero, a medida que el humanismo conquistaba el mundo, estos cismas internos fueron agravándose y acabaron estallando en la más mortífera guerra religiosa de la historia.

En la primera década del siglo XX, la ortodoxia liberal confiaba aún en su fuerza. Los liberales estaban convencidos de que únicamente si se concedía a los individuos la máxima libertad para expresarse y seguir los dictados de su corazón, el mundo gozaría de una paz y una prosperidad sin precedentes. Puede que tome tiempo desmantelar completamente las trabas de las jerarquías tradicionales, las religiones oscurantistas y los imperios brutales, pero cada década aportará nuevas libertades y nuevos logros, y al final crearemos el paraíso en la Tierra. En los idílicos días de junio de 1914, los liberales creían que la historia estaba de su parte.

En la Navidad de 1914, los liberales estaban traumatizados por la guerra, y en las décadas que siguieron, sus ideas se vieron sometidas a un doble ataque: desde la derecha y desde la izquierda. Los socialistas argumentaban que el liberalismo era en realidad una hoja de parra para un sistema despiadado, explotador y racista. En lugar de la tan cacareada «libertad», léase «propiedad». La defensa de los derechos del individuo para hacer lo que considere bueno supone en muchos casos salvaguardar la propiedad y los privilegios de las clases media y alta. ¿Qué tiene de bueno la libertad para que uno viva donde quiera cuando no puede pagar el alquiler, estudiar lo que le interesa, costearse la matrícula, viajar a dónde desea ni comprarse un coche? Bajo el liberalismo se hizo famoso un chiste: todo el mundo es libre de morirse de hambre. Lo que era aún peor, al animar a la gente a considerarse individuos aislados, el liberalismo la separa de los demás miembros de la clase y le impide unirse contra el sistema que la oprime. Por lo tanto, el liberalismo perpetúa la desigualdad, y condena a las masas a la pobreza y a la élite a la alienación.

Mientras el liberalismo se tambaleaba por este puñetazo desde la izquierda, el humanismo evolutivo golpeó desde la derecha. Racistas y fascistas culpaban tanto al liberalismo como al socialismo de subvertir la selección natural y causar la degeneración de la humanidad. Advertían que si a todos los humanos se les concedía igual valor y las mismas oportunidades educativas, la selección natural cesaría. Los humanos más adaptados se verían sumergidos en un océano de mediocridad y, en lugar de evolucionar hacia el superhombre, la humanidad se extinguiría.

Desde 1914 a 1989, las tres sectas humanistas libraron una guerra sanguinaria, y al principio el liberalismo sufrió una derrota tras otra. Los regímenes comunistas y fascistas no solo se adueñaron de numerosos países, sino que además las ideas liberales fundamentales se presentaron como ingenuas en el mejor de los casos o bien como rotundamente peligrosas. ¿Solo con dar libertad a los individuos el mundo gozará de paz y prosperidad? Sí, ya.

La Segunda Guerra Mundial, que en retrospectiva recordamos como una gran victoria liberal, no lo parecía en absoluto en aquella época. La guerra se inició como un conflicto entre una poderosa alianza liberal y una Alemania nazi aislada. (Hasta junio de 1940, incluso la Italia fascista prefirió jugar a esperar.)

La alianza liberal gozaba de una abrumadora superioridad numérica y económica. Mientras que en 1940 el PIB alemán era de 387 millones de dólares, el de los adversarios europeos de Alemania sumaba 631 millones de dólares (sin incluir el PIB de los dominios de ultramar británicos y de los imperios francés, holandés y belga.) Aun así, en la primavera de 1940 a Alemania le bastaron tres meses para asestar un golpe decisivo a la alianza liberal y ocupar Francia, Países Bajos, Noruega y Dinamarca. El Reino Unido solo se salvó de una suerte parecida gracias al canal de la Mancha.

Los alemanes fueron derrotados únicamente cuando los países liberales se aliaron con la Unión Soviética, que se llevó la peor parte del conflicto y pagó un precio mucho más elevado: 25 millones de ciudadanos soviéticos murieron en la guerra, en comparación con el medio millón de británicos y el medio millón de norteamericanos. Buena parte del mérito de derrotar al nazismo debe concederse al comunismo. Y, al menos a corto plazo, el comunismo fue también el gran beneficiado por la guerra.

La Unión Soviética entró en la guerra como un paria comunista aislado. Salió de ella como una de las dos superpotencias globales y como líder de un bloque internacional en expansión. En 1949, la Europa Oriental se había convertido en un satélite soviético, el Partido Comunista Chino ganó la Guerra Civil china, y Estados Unidos estaba atenazado por la histeria anticomunista. Los movimientos revolucionarios y anticolonialistas de todo el mundo miraban anhelantes hacia Moscú y Beijing, mientras que el liberalismo acabó identificándose con los imperios europeos racistas. Cuando estos imperios se desmoronaron, por lo general fueron sustituidos por dictaduras militares o por regímenes socialistas, no por democracias liberales. (…)

En 1970, el mundo tenía 130 países independientes, pero solo 30 de ellos eran democracias liberales, y la mayoría estaban situados en el rincón noroccidental de Europa. La India era el único país importante del Tercer Mundo que se comprometió con la ruta liberal después de asegurarse su independencia, pero incluso ella se distanció del bloque occidental y se inclinó hacia los soviéticos.

En 1975, el campo liberal sufrió la derrota más humillante de todas: la guerra de Vietnam terminó cuando el David norvietnamita venció al Goliat norteamericano. En una rápida sucesión, el comunismo se adueñó de Vietnam del Sur, Laos y Camboya. El 17 de abril de 1975, la capital de Camboya, Phnom Penh, sucumbió ante los Jemeres Rojos. Dos semanas más tarde, todo el mundo pudo ver cómo unos helicópteros evacuaban a los últimos yanquis de la azotea de la Embajada de Estados Unidos en Saigón. Muchos estaban seguros de que el Imperio norteamericano caía. Antes de que nadie pudiera decir «teoría del dominó», el 25 de junio Indira Gandhi proclamó el estado de emergencia en la India, y dio la impresión de que la mayor democracia del mundo iba camino de convertirse en otra dictadura socialista.

La democracia liberal se parecía cada vez más a un club exclusivo de ancianos imperialistas blancos que tenían poco que ofrecer al resto del mundo o incluso a sus propios jóvenes. Washington se presentaba como el líder del mundo libre, pero la mayoría de sus aliados eran o bien reyes autoritarios (como el rey Jalid de Arabia Saudita, el rey Hassan de Marruecos y el sah de Persia) o bien dictadores militares (como los coroneles griegos, el general Pinochet en Chile, el general Franco en España, el general Park en Corea del Sur, el general Geisel en Brasil y el generalísimo Chiang Kai-shek en Taiwán).

A pesar del apoyo de todos estos coroneles y generales, desde el punto de vista militar, el Pacto de Varsovia tenía una enorme superioridad numérica sobre la OTAN. Para alcanzar la paridad en armamento convencional, probablemente los países occidentales tendrían que haber abandonado la democracia liberal y el mercado libre y haberse convertido en estados totalitarios en permanente pie de guerra. Únicamente las armas nucleares salvaron la democracia liberal. La OTAN adoptó la doctrina de la DMA (destrucción mutua asegurada), según la cual incluso los ataques soviéticos convencionales tendrían una respuesta en forma de ataque nuclear total. «Si nos atacáis— amenazaban los liberales—, nos aseguraremos de que nadie salga vivo.» Detrás de este escudo monstruoso, la democracia liberal y el mercado libre consiguieron conservar sus últimos bastiones, y los occidentales pudieron gozar de sexo, drogas y rock and roll, así como de lavadoras, frigoríficos y televisores. Sin bombas nucleares no habría existido Woodstock, ni los Beatles, ni supermercados abarrotados. Pero a mediados de la década de 1970, y a pesar de las armas nucleares, parecía que el futuro pertenecía al socialismo.

Y entonces todo cambió. La democracia liberal salió arrastrándose del cubo de basura de la historia, se aseó y conquistó el mundo. El supermercado resultó ser mucho más fuerte que el gulag. La Blitzkrieg empezó en el sur de Europa, donde los regímenes autoritarios de Grecia, España y Portugal sucumbieron y dieron paso a gobiernos democráticos. En 1977, Indira Gandhi puso fin al estado de emergencia en la India al restablecer la democracia. Durante la década de 1980, las dictaduras militares de Asia Oriental y América Latina fueron sustituidas por gobiernos democráticos; algunos ejemplos son Brasil, Argentina, Taiwán y Corea del Sur. En los últimos años de la década de 1980 y en los primeros de la de 1990, la oleada liberal se transformó en un verdadero tsunami que barrió al poderoso Imperio soviético y creó expectativas sobre el inminente final de la historia. Después de décadas de derrotas y contratiempos, el liberalismo obtuvo una victoria decisiva en la Guerra Fría, y salió triunfante de las guerras religiosas humanistas, aunque algo malparado.

Cuando el Imperio soviético implosionó, las democracias liberales sustituyeron a los regímenes comunistas no solo en la Europa Oriental, sino también en muchas de las antiguas repúblicas soviéticas, como los estados bálticos, Ucrania, Georgia y Armenia. Hoy en día, incluso Rusia pretende ser una democracia. La victoria en la Guerra Fría dio un ímpetu renovado a la expansión del modelo liberal en otras partes del mundo, muy especialmente en América Latina, Asia meridional y África. Algunos experimentos liberales terminaron en lamentables fracasos, pero el número de éxitos es impresionante. Por ejemplo, Indonesia, Nigeria y Chile habían sido gobernadas por autócratas militares durante décadas, pero ahora todas son democracias en activo.

Si un liberal se hubiera quedado dormido en junio de 1914 y hubiera despertado en junio de 2014, se habría sentido como en casa. La gente cree de nuevo que si simplemente damos más libertad a los individuos, el mundo gozará de paz y prosperidad. Todo el siglo XX parece un enorme error. La humanidad aceleraba en la autopista liberal en el verano de 1914 cuando de pronto tomó un desvío equivocado y entró en una vía sin salida. Entonces necesitó ocho décadas y tres horrendas guerras globales para encontrar de nuevo el camino a la autopista. Por supuesto, estas décadas no fueron un desperdicio total, pues nos dieron los antibióticos, la energía nuclear y los ordenadores, así como el feminismo, la descolonización y la libertad sexual. Además, el propio liberalismo escarmentó con la experiencia, y ahora es menos presuntuoso que hace un siglo. Ha adoptado varias ideas e instituciones de sus rivales socialista y fascista, en particular el compromiso de proporcionar a la población en general servicios de educación, salud y bienestar. Pero el paquete liberal esencial ha cambiado sorprendentemente poco. El liberalismo sigue sacralizando las libertades individuales por encima de todo, y todavía cree firmemente en el votante y el cliente. A principios del siglo XXI, esta parece la única opción.

 

 

 


jueves, 22 de junio de 2023

EL NAUFRAGIO QUE IMPIDIÓ QUE LAS ISLAS CANARIAS PASARAN A MANOS INGLESAS

 

El 27 de octubre de 1807, Manuel Godoy, valido del rey de España Carlos IV de Borbón, y Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses, firmaban el Tratado de Fontainebleau, por el cual se permitía para ello el paso de las tropas francesas por territorio español con el pretexto de invadir Portugal.

Ya sabemos que, aunque la invasión de Portugal sí se llevó a cabo, Napoleón siguió aumentando la presencia de tropas francesas en suelo español y, en lugar de continuar transitando hacia Portugal, fueron ocupando, sin ningún respaldo del Tratado, diversas localidades como Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Barcelona o Figueras. En poco tiempo los soldados franceses acantonados en España ascendían a unos 65 000, que controlaban no solo las comunicaciones con Portugal, sino también con Madrid, así como la frontera francesa.

El 17 de marzo de 1808 se produce el Motín de Aranjuez, provocando la caída de Godoy, la abdicación de Carlos IV. Fernando VII accede al trono de España mientras Madrid es ocupada por las tropas francesas del mariscal Murat, que es recibido por Fernando VII como aliado. Napoleón convoca a padre e hijo a Bayona, y obtiene de ellos la abdicación a su favor, el 5 de mayo de 1808, tras lo cual cedió la Corona a su hermano José I Bonaparte. Previamente se había producido el Levantamiento del 2 de mayo en Madrid, dando comienzo a la Guerra de la Independencia.

En este proceso, las tropas napoleónicas conquistan gran parte de la España peninsular, pero Canarias, Baleares, Cartagena, Cádiz, Galicia las colonias americanas y Filipinas no llegaron a ser ocupadas.

En Canarias, donde las noticias sobre la marcha de los acontecimientos llegan con casi un mes de retraso, se constituye La Laguna (Tenerife) la Junta Suprema Canaria, como iniciativas para recuperar el autogobierno, al igual que ocurrió en otras zonas libres de la ocupación francesa. La Junta estaba liderada por el marqués de Villanueva del Prado, secundado por el Marqués del Sauzal.

Ante la perspectiva de encontrarse en una España sin Rey, ya que no se reconocía al José I, y descartada la idea de declararse independientes ante la falta de un ejército y una armada que defendiesen esa posible independencia, la Junta barajó varias alternativas, a cada cual más sorprendente.

La primera fue unirse al Reino de Brasil. Napoleón había invadido Portugal y la familia Real se había exiliado a su colonia americana. El principal inconveniente eran los 4.000 km que separan canarias de Brasil. Si los 1.200 km que distan entre la península y las islas ya era un obstáculo teniendo en cuenta las comunicaciones de la época, triplicar esa distancia respecto a la corte era bastante aventurado.

La segunda fue unirse a la joven república de los Estados Unidos de América. En aquella época los EE. UU. se habían extendido largamente hacia el Medio Oeste. Ohio, Kentucky o Tennessee ya formaban parte de la Unión y controlaban los territorios de Michigan, Indiana Mississippi y Luisana (que habían comparado a los franceses unos años antes). En este caso, a la dificultad de la distancia se unía la contraposición de intereses de una sociedad canaria dominada por la nobleza local frente a una república, dominada por una burguesía pujante.

La tercera opción era unirse a la corona de su majestad británica. Al fin y al cabo, Inglaterra era el mayor enemigo de Francia que, al fin ya la cabo, había sido el detonante de este vacío de poder, más bien de rey, en el archipiélago canario.

Esta opción tenía varias ventajas. Por un lado, existía un importante flujo comercial de algunas de las islas con Gran Bretaña, por lo que el interés económico estaba fuera de toda duda, especialmente para los nobles que se aprovechaban de ese comercio. Por otro lado, Inglaterra contaba con una potente armada capaz de defender la nueva soberanía de las islas.

Pues dicho y hecho. Se prepararon todos los documentos para formalizar la unión de las Islas Canarias al Imperio Británico. Se llegó a barajar incluso la posibilidad de pagar al rey inglés, por aquel entonces Jorge III, por aceptar los nuevos territorios insulares bajo su corona. Y se mandó un barco con una legación de la Junta Suprema Canaria para formalizar la anexión.

Pero el destino es un ser caprichoso y quiso que el barco se hundiese cerca de las costas inglesas, dando al traste con tan intrépida misión.

Tras este golpe de mala fortuna, una mezcla de acontecimientos tornó las voluntades de los representantes de la nobleza isleña. Por un lado los nobles gran canarios enfriaron su apoyo a los nobles tinerfeños que, en el fondo, lideraban la iniciativa y, por qué no decirlo, el comercio con Inglaterra. Por otro lado, se empezó a vislumbrar que la resistencia española en la península, apoyada por las tropas inglesas que desembarcaron por el norte de Portugal podían dar la vuelta a la tortilla y terminar echando a Napoleón de la península. Total, que todo quedó como en una anécdota, pero estuvo a punto de significar un cambio radical en la historia de Canarias.